No te vayas.

Gabriel tomó su mano con una suavidad capaz de desarmar muros, y dejó un beso en sus nudillos sin apartar los ojos de los de Isabella.

Fue un gesto simple, casi ritual, pero en su interior provocó un estremecimiento que le recorrió el cuerpo como una ráfaga de viento cálido.

No supo si fue el contacto, la mirada o el silencio lleno de lo que no se decían, pero algo en ella se derritió por dentro, como si su propia armadura comenzara a ceder. Sentía que el mundo se detenía justo en ese instante, entre su piel y los labios de él.

—No voy a presionarte —murmuró él, con una ternura tan profunda que parecía envolverla por completo—. Solo te llevaré a casa. ¿Vale?

Isabella asintió con un leve movimiento de cabeza, sintiendo una punzada de contradicción clavarse en el pecho.

Agradecía esa promesa, aunque una parte de ella deseaba escuchar otra.

Bajó la mirada, tratando de poner en orden sus pensamientos mientras recogía sus cosas y sus dedos temblaron ligeramente al tomar la carpeta del divo
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