No me arrepiento de nada.
La madrugada se deslizaba lenta sobre el West Palace, como si las paredes hubieran aprendido a guardar secretos y el mar supiera quedarse callado cuando dos cuerpos, después de encontrarse, decidían no moverse.
Isabella y Gabriel permanecían abrazados, la sábana apenas rozando sus pieles, sus manos enlazadas a la altura del pecho y el aliento de uno rompiéndose suave contra la clavícula del otro.
El cuarto estaba en penumbra y la brisa nocturna traía un olor salado que parecía bendecirlo todo, como un susurro cómplice que solo ellos podían entender.
Gabriel la miraba de cerca, tan cerca que alcanzaba a ver el brillo húmedo en sus pestañas y la sombra de una sonrisa que todavía se negaba a apagarse.
Con la yema del pulgar le dibujó una línea en la mejilla, sintiendo la suavidad de su piel, mientras Isabella, con un gesto suave y emocionado, le respondía rozándole la mandíbula, memorizando la textura, el ángulo, ese mapa que sin darse cuenta ya era suyo.
Se besaron sin prisa y rieron ba