No hay tiempo para el cansancio.
El murmullo del salón crecía como un oleaje un oleaje de voces elegantes que se mezclaban con risas suaves y con el tintinear de copas de cristal que chocaban como campanas de porcelana, llenando el aire de un ritmo constante, casi hipnótico.
Isabella avanzaba sola, con la frente erguida, envuelta entre vestidos entallados que destellaban bajo las lámparas, trajes oscuros impregnados de la arrogancia del poder y palabras pulidas que giraban en torno a cifras, alianzas y promesas que parecían más sentencias que conversaciones.
Gabriel no estaba junto a ella.
Desde hacía veinte minutos, Isabella se había convertido en el rostro visible de la noche, el emblema vivo del West Palace, como si todo el peso del proyecto recayera en su figura.
Su sonrisa tenía la precisión de un bisturí: exacta, medida, impecable, diseñada para agradar sin entregarse del todo.
Estrechaba manos con la firmeza justa, respondía a elogios como si fueran parte de un guion memorizado, y aun así, por dentro, sentía c