Está con mi peor enemigo.
El penthouse olía a whisky y a derrota.
La luz del mediodía entraba cruda por el ventanal y lo mostraba todo sin misericordia, desde las huellas de vasos en la mesa de centro hasta el traje abandonado como una bandera caída.
Sebastián seguía donde la noche lo había dejado, hundido en el sofá con la misma ropa con la que horas antes había subido veinte pisos en Lyon Group para reclamar lo que ya no le pertenecía.
La corbata colgaba floja, la camisa marcaba pliegues que hablaban de una batalla perdida y la barba nacía a destiempo como un arrepentimiento tardío.
En la mano derecha apretaba un vaso con el hielo ya rendido, y sobre la mesa el móvil continuaba su letanía cansada de llamada, buzón y silencio.
Está con él.
La frase le golpeaba la sien como un martillo que no se cansa.
Está con mi peor enemigo.
Imágenes de Isabella con Gabriel se filtraban sin permiso, inventando conversaciones y miradas que no había visto, pero que sentía reales, y cada escena imaginada le apretaba el pecho u