El calor húmedo de Panamá no era nada comparado con la tensión que llenaba el aire. Los chicos habían llegado para quedarse. No hubo negociación, no hubo espacio para protestas: ellos desembarcaron con niños, maletas y determinación.
Julieta, sin embargo, levantó un muro invisible. Kenji lo sintió apenas cruzó la puerta. Ni una caricia, ni un gesto de bienvenida. Ella había dejado claro, con una frialdad impecable, que él no dormiría bajo su techo.
Así Kenji terminó alquilando una casa a dos calles de distancia. El simple hecho de verla pasar cada mañana con su vientre ya enorme lo devastaba. Su rostro, siempre cansado, con barba descuidada y ropa arrugada, parecía el de un muerto en vida. Julieta lo notaba, ¿Cómo no notarlo cuando él siempre la cuidaba desde las sombras sin cubrir bien su rastro? Pero su orgullo era más fuerte que cualquier impulso de compasión.
La relación con Kai tampoco era sencilla. No se trataba de enemistad; era la culpa flotando entre los dos como una nube