Julieta abrió los ojos lentamente. El aire estaba impregnado de humedad y un leve olor a madera vieja. Se encontraba en una habitación sombría, con las manos atadas a la espalda y una soga ajustada en los tobillos. El murmullo del mar cercano era la única señal de que seguía en una isla. Su respiración se aceleró.
—¿Dónde… dónde estoy? —Susurró con voz temblorosa, tratando de luchar contra el pánico.
Las paredes eran de piedra rústica, cubiertas en algunos tramos por manchas de moho. No había ventanas, y solo una lámpara colgada en el techo iluminaba tenuemente el lugar, proyectando sombras alargadas que parecían moverse con vida propia. El miedo le recorrió la piel como una corriente eléctrica, pero lo peor era la certeza que se anidaba en su pecho: alguien la había llevado allí con un propósito.
El chirriar de la puerta la hizo estremecerse. Un hombre alto, de hombros anchos y mirada dura entró lentamente. Su cabello negro estaba revuelto y sus ojos miel parecían arder con rencor