ASHTON GARDNER
—Ash, puedo caminar —protestó ella entre risas cansadas, mientras rodeé su espalda con un brazo y la levanté del suelo como si pesara menos que el aire.
—Sí, claro. Y yo soy bailarín de ballet —respondí, mirándola con una ceja alzada mientras la acomodé contra mi pecho.
Ella resopló, pero no dijo nada más. Sé que está agotada, aunque intente disimularlo. El viaje desde el hospital fue corto, pero suficiente para verla cerrando los ojos varias veces, luchando por mantenerse despierta. Y aunque todos quisieron abrazarla apenas entramos —con globos, risas, incluso un cartel hecho por Erick que decía “Bienvenida a casa mamita”—, vi en su mirada esa chispa de cansancio que no podía esconder.
La fiesta quedó atrás, las voces aún suenan abajo, y yo llevo lo más preciado que tengo en los brazos. Mi hogar. Mi todo.
Al llegar a nuestra habitación, empujé la puerta con el hombro y la crucé con cuidado. La coloque con ternura sobre la cama, rodeada de nuestras almohadas, nuestras s