Eydan estaba atado al poste, el cuerpo magullado y la respiración entrecortada. Las marcas de los golpes recientes todavía ardían en su piel, pero eso no era lo que más le aterraba. Miraba alrededor, buscando una salida que no existía.
William y Oliver lo habían golpeado hasta dejarlo casi irreconocible, pero nadie había dicho que la venganza terminaba ahí.
El silencio pesado fue roto por el sonido de unos pasos firmes y controlados. Ethan apareció en la penumbra, como si fuera a observar una obra que llevaba años esperando ver. No había rastro del chico bromista que alguna vez conocieron. Su mirada era un pozo negro, profundo, frío.
—Hola, hermanito —musitó Eydan con una sonrisa torcida, burlona—. ¿Qué harás? ¿Otra paliza? ¿Vas a ensuciarte las manos conmigo?
Ethan sonrió, una sonrisa que no alcanzaba sus ojos.
—No, no me ensuciaré las manos contigo —dijo con voz baja, casi un susurro venenoso mientras encendía un cigarrillo—. Pero sí te haré rogar por tu muerte. Te haré pagar una a