ASHTON GARDNER
Me habían dicho que este momento llegaría. Que tarde o temprano, si todo salía bien, la darían de alta. Pero cuando el médico entró esa mañana con esa sonrisa profesional y un “es hora de irse a casa”, sentí que el corazón se me desarmaba. Como si recién ahora pudiera soltar el aire que venía conteniendo desde aquella maldita noche.
Ella me miró, con los ojos aún algo apagados por la debilidad, pero llenos de esa fuerza que solo Liss puede tener. No dijo nada. Solo me extendió la mano.
Y yo la tomé.
—¿Lista para escapar conmigo? —murmuré, rozando mis labios con sus nudillos.
—Siempre —susurró, y por primera vez en semanas, su voz sonó más viva.
Con delicadeza le cambié ropa, tratándola como una muñequita de porcelana. Nada sofisticado, solo un buzo suave y suéter abrigado, pero verla vestida así, sin cables, sin monitores, sin el olor a hospital... fue como verla volver a la vida.
La subimos a la silla de ruedas —a pesar de sus protestas—, y antes de salir, el doctor no