La mañana siguiente llegó como una ráfaga. No dormí. No podía. Mi cuerpo seguía en la cama, pero mi mente… estaba en todo lo que Ash me había dicho.
Tres días.
No había discusión. No había espacio para dudas. Me iba a casar con él. Y, peor aún… una parte de mí ya no lo temía... Lo deseaba.
Cuando bajé, aún en bata, me encontré con una escena de película: sobre la larga mesa de la sala estaban extendidos trajes, cajas, telas finísimas y varias mujeres elegantemente vestidas con cintas y portapapeles en mano.
Ash estaba allí. De pie. Traje negro. Reloj de oro. Tomando café, inspeccionando todo con una calma que contrastaba brutalmente con el caos elegante que había en la habitación.
—¿Qué es todo esto? —pregunté, aún sin entender.
Él se giró hacia mí. Me miró de pies a cabeza, sonrió apenas y respondió:
—La preparación para tu día.
Una mujer se acercó y me entregó una caja de terciopelo blanca.
—Señora Gardner, el vestido está listo para probar. ¿Desea que lo llevemos a su habitación?
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