Sergio regresó al auto, su rostro empapado por las lágrimas, sus ojos hinchados y rojos, como si la angustia misma se hubiera apoderado de él.
La ira lo envolvía, pero también un dolor profundo que no sabía cómo manejar.
—¡A casa, ahora mismo! —ordenó, su voz quebrada, como si cada palabra fuera una carga.
Los hombres que lo acompañaban no dudaron ni un segundo, obedecieron con rapidez, conscientes de que algo oscuro se cernía sobre su jefe. No había espacio para preguntas, solo para hacer lo que se le pedía.
Al llegar a su mansión, la atmósfera en el aire era densa, cargada de presagio.
Sergio no perdió tiempo.
Precipitadamente, preparó sus maletas, vació la caja fuerte de todo el dinero en efectivo que poseía, y con una determinación feroz, solicitó su avión privado.
Necesitaba regresar a Cirna Gora, pero esta vez, iba a hacerlo en secreto. Nadie sabía que regresaba. Nadie lo esperaba, o al menos, eso creía él.
Una sonrisa fría se asomó en sus labios mientras observaba el retrato de