Sergio bajó a la mujer y a la niña del auto sin miramientos.
Las empujó fuera con violencia, como si fueran simple basura, y gruñó una orden seca:
—¡A casa! ¡Conduce a toda prisa!
Su voz era un látigo, cortante, desesperada.
La sangre le hervía en las venas.
Antes de marcharse, señaló a uno de sus hombres con una mirada que no admitía réplica.
—Que no abra la boca —escupió, apenas conteniendo su furia—. Amenázala si es necesario. No quiero testigos.
***
El auto avanzaba veloz por la carretera desierta, pero Sergio apenas percibía el paisaje difuso que corría a su alrededor.
Su mente estaba en otra parte, arrastrándolo hacia un pasado que creía enterrado.
Los recuerdos surgieron como una marea violenta, golpeándolo sin piedad.
Marfil Corcuera.
Ese nombre era una daga hundiéndose una y otra vez en su corazón.
«¡Marfil, Marfil!», pensó, como si repitiéndolo pudiera hacer desaparecer el ardor en su pecho.
La vio, en su mente, de pie junto al muelle, su cabello bailando al viento... y lue