Capítulo 32.

La decisión estaba tomada. No podía quedarme encerrada en esta jaula dorada mientras el hombre al que amaba era tratado como una mercancía y vendido al mejor postor. La desesperación era un motor poderoso, y la esperanza, aunque tenue, era la estrella que guiaba mis acciones.

Con el corazón latiendo con fuerza en mi pecho, examiné una vez más la ventana de mi vestidor. La cerradura, gracias a la paciencia y la punta afilada de mi alfiler de pelo, había cedido con un leve clic que resonó en el silencio de la noche como un trueno. Ahora, el mayor obstáculo eran los barrotes de hierro que protegían el exterior.

Me arrodillé junto a la ventana, sintiendo la frialdad de la piedra bajo mis dedos. Recordaba vagamente cómo estaban encajados los barrotes en la mampostería. Si podía aflojar algunas de las piedras alrededor de su base, quizás podría crear una abertura lo suficientemente grande para pasar.

Comencé con la piedra más baja, utilizando el fragmento de ped
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