El calor en la habitación era asfixiante.
Y no solo por la fiebre que emanaba del cuerpo del príncipe Leonard. No solo por el encierro forzado entre paredes de piedra antigua que parecían haber absorbido la enfermedad como una esponja. Era un calor que nacía desde el pecho de Emma, un fuego extraño, ansioso, molesto… incomprensible.
Estaba sentada a su lado.
Tan cerca que podía oír el leve zumbido de su respiración débil, entrecortada, como si cada bocanada de aire fuera una batalla perdida. El príncipe se revolvía con lentitud, cubierto por sábanas empapadas. El sudor le corría por la frente, se acumulaba en el hueco del cuello, y empapaba la tela de su camisa real.
Violeta —no, Emma— alargó el brazo con lentitud y mojó el paño de lino en el cuenco de agua fresca. Lo estrujó con cuidado, notando cómo sus dedos temblaban apenas. No por miedo. O tal vez sí… pero no a la fiebre. No a la muerte.
Tenía miedo de sí misma.
Miedo de lo que significaba ese gesto, de lo que escondía la quietud