La noche caía sobre los campos de Theros como una sábana oscura cargada de tensión. El aire era espeso, cargado de presagios, como si el mismísimo viento se negara a respirar por temor a lo que estaba por estallar. Desde la más alta torre del palacio, la Reina Madre observaba en silencio, sus ojos como brasas encendidas, fijos en la lejanía. No podía ver nada todavía, pero lo sentía… como una aguja clavada en el alma: la guerra había llegado a sus puertas.
—¿Han salido? —preguntó, sin apartar la vista del horizonte.
Un general se inclinó a su lado.
—Sí, mi Reina. Las tropas se deslizaron por los conductos secretos hace tres horas. Justo cuando el sol comenzó a desaparecer tras los riscos del norte.
La Reina asintió en silencio. No lloraba, no temblaba. Pero dentro de su pecho, su corazón latía con fuerza desmedida, entre la furia y la esperanza. El enemigo había osado invadirlos, creyendo que Theros estaba débil, sin su príncipe… sin su heredero. Qué equivocados estaban.
Mientras tant