Valeria
El pasillo estaba silencioso, demasiado silencioso para lo que mi corazón estaba sintiendo en ese momento. Apenas crucé la puerta de la sala de rehabilitación, la voz firme de la madre de Fernando me detuvo en seco.
—Señorita Cruz, necesito aclarar las cosas con usted. Ahora.
Me giré hacia ella y asentí, intentando que mi expresión no revelara la mezcla de nerviosismo e incomodidad que empezaba a recorrer mi cuerpo. Aun así, mantuve el porte recto, profesional.
—Claro, señora Casteli. Podemos hablar aquí, si le parece.
—No. En privado. —Sus ojos no admitían debate. La seguí hasta una de las salas vacías junto al pasillo. Cerró la puerta con suavidad, pero el sonido del clic resonó como una sentencia.
El silencio se alargó un segundo más de la cuenta. Luego, se giró y me miró con esa expresión que ya conocía: fría, calculadora, poderosa.
—Voy a ir al grano, señorita Cruz. ¿Cuáles son sus verdaderas intenciones con mi hijo?
Sentí como si me hubieran arrancado el aire de los pul