La primera barrera

Valeria

Cerré la puerta de la habitación de Fernando con suavidad, intentando que no se notara lo mucho que el corazón me latía. Caminé unos pasos por el pasillo y me apoyé en la pared, soltando un suspiro que no supe que tenía contenido hasta ese momento. Aún podía oler su perfume, aún podía escuchar el eco de su voz grave resonando en mi cabeza. Una voz firme, llena de rabia contenida, pero también tan honesta en su desesperanza que me había estremecido.

Fernando Casteli era hermoso. Esbelto, de hombros anchos, con ese tipo de presencia que no necesita esfuerzo para imponerse, incluso desde la silla de ruedas. Era como si su postura, su mirada, su forma de estar quieto pero consciente de cada centímetro del espacio, desafiara la idea de fragilidad. Había en él una elegancia rota, pero intacta. Una belleza que contrastaba con el metal de la silla, como si esta no pudiera contener del todo su esencia. Su rostro era todo líneas marcadas y ojos intensos, de esos que parecen mirar directo al alma sin pedir permiso, incluso con la tristeza dibujada en la frente, se veía poderoso.

Altanero, herido, pero innegablemente magnético.

Y luego estaba su voz. Grave, firme, tan cargada de rabia que parecía venir desde muy adentro. Una voz que me erizaba la piel, no por lo que decía, sino por todo lo que intentaba ocultar. Me desconcertaba. Me atraía. Me desafiaba. Y yo, contra todo pronóstico, quería volver a escucharla. No como profesional. Como alguien que empezaba a sentir demasiado.

Había algo en él que me revolvía por dentro. Su coraje silente, su necesidad de empujar a todos lejos aunque claramente ansiaba que alguien se quedara. Lo había visto tantas veces en otros pacientes: era el orgullo disfrazando el miedo. Pero en él... en él era diferente. Como si todo su cuerpo hablara, incluso cuando sus palabras querían silenciarlo todo.

Pensé en mi hermano. En cómo también intentaba disfrazar el miedo con altivez, como si mantener la frente en alto fuera su última forma de conservar dignidad. Recordé su forma de callar el dolor, de apretar los dientes en silencio, de esconder los temblores nocturnos bajo el colchón. Fernando me recordaba tanto a él... con esa manera de retar al mundo con la mirada, como si esperara que alguien finalmente se atreviera a quedarse, incluso después de verlo roto.

Volví a mi oficina, saqué la carpeta con su nombre y la abrí una vez más, pero no para leerla. La miré en silencio, como si entre esas hojas pudiera encontrar una grieta por donde empezar a entrar. No como profesional. Como alguien que también había perdido a un hermano por no lograr que quisiera vivir. Alguien que se prometió que nunca más dejaría que alguien se apagara sin al menos haberlo intentado todo.

Fernando no quería ayuda. Eso estaba claro. Pero tampoco quería rendirse. Aún no. Había algo en su tensión, en la forma en que apretaba los puños, en cómo me desafíaba sin levantarse de la silla, que me decía que dentro de él, algo seguía luchando.

Me lo habían advertido. Fernando Casteli era difícil. Irónico. Frío. Un hombre acostumbrado a tenerlo todo, a que la vida le sonriera sin esfuerzo. Para él, todos parecían ser un número más, una pieza reemplazable en una maquinaria de lujo y poder. Su altivez no era una postura: era la forma en que había aprendido a sobrevivir en un mundo donde la debilidad no se perdonaba. Ahora, sin embargo, ya no tenía nada de eso. Y el sarcasmo, la furia, venían de ahí. De la frustración de haber caído desde lo más alto. De saberse vulnerable en un cuerpo que antes le obedecía, y ahora le recordaba a cada instante que ya no era el mismo.

No era solo guapo. Era intenso. Una mezcla peligrosa de rabia contenida y vulnerabilidad camuflada. Tenía ese tipo de atractivo que desarma, pero también impone. Y no era solo mi opinión: en el centro, las enfermeras parecían pelearse en silencio por cualquier excusa para entrar a su habitación. Algunas se ofrecían para cambiarle las sábanas, otras para llevarle el desayuno, como si competir por su atención les diera un lugar especial en su día. Pero lo cierto era que Fernando tenía contratado el servicio VIP. Eso significaba que solo el personal más calificado y discreto podía atenderlo. Lo mejor, lo más eficiente, y lo más silencioso. Como todo lo que él había acostumbrado a manejar: sin errores, sin preguntas, sin afecto.

Y yo lo sabía bien: los pacientes así eran los más difíciles de ayudar. Porque no solo había que sanar el cuerpo. Había que convencer al alma de que valía la pena intentarlo.

Pasé el resto del día organizando su plan de rehabilitación. Lo haría sencillo al inicio. No porque pensara que necesitaba más tiempo, sino porque sabía que la mente se rompe antes que el cuerpo, y sin confianza, no hay músculo que resista. Sería paso a paso. Palabra a palabra.

En el comedor del centro, mientras almorzaba en silencio frente a una ensalada que había olvidado aliñar, escuché murmullos de las auxiliares.

—¡Viste cómo se le plantó hoy? —decía una, divertida.

—No duras ni dos semanas —comentó otra, entre risas.

No me ofendí. Sabía que había una especie de leyenda negra en torno a Fernando. Que nadie lograba hacerle frente. Que no cooperaba. Que hacía que todos se sintieran pequeños frente a su silencio mordaz. Pero yo no quería controlarlo. Quiería entenderlo. Y más que eso: quería ayudarlo, de verdad. Mi vocación no era empujar cuerpos hasta que se movieran. Era estar presente cuando el alma tambaleaba, cuando los pacientes creían que ya no podían más. Por eso estaba allí. Porque creía que nadie es irrecuperable mientras haya un hilo de voluntad. Y Fernando... Fernando tenía un hilo, aunque estuviera enterrado bajo capas de orgullo, dolor y miedo. Yo iba a encontrarlo. Y no pensaba soltarlo.

Tal vez por eso, esa noche, mientras escribía mi informe, no podía dejar de pensar en la forma en que me había mirado. Había desconfianza, sí, pero también había algo más. Una grieta. Un lugar por donde podía entrar si sabía esperar.

Revisé los datos de contacto de emergencia en su expediente. Isabel Domínguez. El nombre aparecía como pareja y contacto directo. Dudé por unos segundos, pero decidí llamarla. Era necesario hablar con alguien cercano para coordinar el tratamiento, al menos saber si contaba con apoyo externo. Cuando atendieron, la voz al otro lado era fría y algo impaciente.

—Ah... Fernando —dijo tras unos segundos de silencio—. No sabía que seguía internado. Pensé que ya había salido.

—Estamos organizando su rehabilitación intensiva —expliqué—. Aparece usted como contacto de emergencia, por eso...

—Ah, sí... eso debe ser viejo. Mire, la verdad es que estoy a mil con todo. Viajes, reuniones, ya sabe cómo es esto. No estoy muy al tanto de sus cosas desde hace un tiempo.

La frialdad me atravesó como una aguja. Su tono era ligero, casi distraído, como si habláramos de un excompañero de trabajo, no de la persona con la que compartió una vida.

—¿Entonces... no podrá involucrarse en su proceso de rehabilitación?

—No sé si eso tenga mucho sentido. Fernando... bueno, él no me necesita. Nunca le gustó que lo vieran en momentos difíciles. Y yo... honestamente no estoy segura de querer retomar eso. Pero gracias por avisar.

Y cortó. Así, sin más.

Eso fue todo. Colgué con el corazón apretado. Entendí entonces algo que no estaba escrito en el expediente: Fernando estaba solo. Solo de verdad. Abandonado emocionalmente. Y eso explicaba mucho.

Pensé en las relaciones vacías de la gente con dinero y poder. En cómo todo se vuelve superficial, transaccional. Cómo cada vínculo se convierte en un accesorio para las apariencias: la pareja perfecta en la gala benéfica, la sonrisa correcta para la foto, el discurso que encaja. Pero cuando llega el desastre, el derrumbe, la enfermedad... el telón cae. Y todos desaparecen.

Fernando estaba roto. De cuerpo, de alma, de afectos. Abandonado por la persona que debería haber estado a su lado en su peor momento. Isabel no sonaba como alguien que lo extrañara. Ni siquiera como alguien que lo recordara. Solo era otra pieza desprendida de un mundo que lo había rodeado mientras tenía poder, mientras era exitoso. Ahora que necesitaba humanidad, nadie aparecía. Nadie lo esperaba. Nadie lo sostenía.

Y eso... eso me heló la sangre. Porque entendí que su cuerpo podía recuperarse. Pero lo que él necesitaba de verdad era algo mucho más difícil de ofrecer: alguien que no huyera cuando todo lo demás se viniera abajo.

Tal vez, por eso, su mirada me había impactado tanto. Porque yo reconocía esa soledad. La conocía desde el día en que vi a mi hermano rendirse y su entorno solo asumir que era lo que ocurriría tarde o temprano, porque mi hermano ya no valía lo mismo para el mundo. Yo no iba a hacer eso. No iba a permitirlo esta vez. No con él.

Antes de irme, pasé por su habitación otra vez. No toqué la puerta. No entré. Solo me quedé parada unos segundos, escuchando. Quería asegurarme de que no estaba llorando. De que no había hundido el rostro entre las manos como tantos hacen cuando creen que nadie los ve. Pero había silencio. Un silencio espeso, contenido. Como el de alguien que está pensando si rendirse o no.

Mi apartamento dentro del complejo era pequeño, pero cómodo. Me preparé un té, me qué la bata y me senté frente a la ventana. Afuera, la noche había caído con suavidad, y en el jardín solo quedaban las luces tenues de los faroles encendidos. Pensé en mi hermano. En lo mucho que le habría servido alguien como Fernando. O alguien como yo.

Me pregunté si Fernando dormiría esa noche. Si soñaría con el pasado. Si despertaría gritando, como lo hacía mi hermano las primeras semanas tras su accidente. Recuerdo sus pesadillas, el sudor empapando las sábanas, los gritos que me helaban la sangre. El miedo al futuro lo devoraba, como si cada noche fuera una confirmación de que había perdido todo. Al principio luchaba, se aferraba a las sesiones con rabia, pero con los días se fue apagando. La tristeza lo vació por dentro. Y un día, simplemente, no quiso seguir.

Quise saber si Fernando sentía eso mismo. Ese tipo de desesperanza lenta que se cuela en los huesos y te hace creer que ya no hay nada al otro lado. Si al despertar, desearía seguir despierto... o si empezaría a preguntarse para qué.

Y aunque era absurdo, deseé que el día siguiente llegara pronto. No para cumplir con mi trabajo.

Sino para volver a verlo. Para escuchar su voz una vez más, para cruzar su mirada y seguir hablándole al alma, aunque no dijera una palabra. Para estar ahí, insistente, constante, silenciosa si era necesario, hasta que él también decidiera creer que aún había un camino. Que la vida podía volver a doler, pero también a valer la pena. Hasta que aceptara que el dolor no lo había vuelto menos digno, sino más humano. Y que, aunque fuera desde cero, podía construir algo nuevo con las ruinas que la tragedia dejó. Yo quería ser parte de eso.

Aunque me costara todo.

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