Entre sus pasos y mi corazón
Entre sus pasos y mi corazón
Por: S. Jung
Las cadenas invisibles

Fernando

El sonido del reloj era lo único que rompía el silencio asfixiante de la habitación.

Tic. Tac. Tic. Tac.

Cada segundo caía como una gota helada sobre mi piel. Un eco constante que no me dejaba escapar.

Un recordatorio punzante de lo que había perdido.

Mis ojos, antes orgullosos y seguros, se detuvieron en mis piernas, inmóviles sobre el reposapiés de la silla de ruedas. Aún esperaba, en lo más profundo de mí, que todo esto fuera una pesadilla. Una alucinación inducida por el dolor o por los sedantes que me dieron tras la cirugía. Que despertaría en mi cama, entero, fuerte. Que volvería a ser... yo.

Pero no lo era.

La imagen del auto viniendo a toda velocidad cruzó por mi mente como un latigazo. El ruido seco del impacto. El crujido del metal. El estallido del vidrio. El instante en que mi cuerpo salió despedido, y el mundo se apagó. Mi corazón latió con violencia, como si tratara de escapar de esa memoria, pero ya era tarde. El sudor frío me cubrió la frente. Sentí la angustia quemándome la garganta. Un nudo en el estómago. Y esa sensación de caída interminable, como si aún no tocara fondo.

Respiré hondo, o intenté hacerlo. Pero el aire era espeso, cargado. Como si también pesara con el recuerdo.

Y entonces los vi de nuevo. Mis pies. Quietos. Lejanos. Como si ya no fueran parte de mí.

Me aferré a los reposabrazos con tanta fuerza que mis nudillos se tornaron blancos. No sentía mis piernas. No sentía mi cuerpo. Solo el vacío.

Antes del accidente, mi vida había sido una sucesión de conquistas. Cerraba tratos millonarios desde los veinticinco. Tenía un penthouse con vista al mar, un auto de lujo y un nombre que imponía respeto. Fernando Casteli. Todos sabían quién era. Las chicas se peleaban por sentarse a mi lado en cualquier fiesta, y hasta los inversores más veteranos querían asociarse conmigo. Era ese tipo de hombre al que el mundo parecía rendirle tributo. Seguro. Ambicioso. Inalcanzable.

Ahora, no podía siquiera vestirme sin ayuda.

Nadie tocaba mi puerta para invitarme a cenas ni para ofrecerme una nueva sociedad. Nadie escribía para saber si necesitaba algo. Ni siquiera Isabel.

El eco de la soledad era mucho más cruel que cualquier diagnóstico. Más doloroso que la silla. Más hiriente que el accidente mismo.

Y lo peor era saber que no había hecho nada mal. Que no había sido mi culpa. El conductor del otro auto se había pasado el semáforo en rojo. Iba borracho. Y yo... yo solo estaba en el lugar equivocado, en el momento equivocado. Pero aún así, era yo quien había perdido todo. Como si el destino hubiera elegido castigarme por un crimen que no cometí.

Y ahora... ahora ya nadie parecía recordar al hombre que todos adoraban.

El médico decía que había esperanza. Rehabilitación intensiva. Posibilidades.

Yo no quería "posibilidades".

Quería certezas.

Quería mi maldita vida de vuelta.

Sentía que me estaban pidiendo fe, cuando lo único que me quedaba era frustración. Me hablaban de pequeños logros, de ejercicios simples, de "progreso gradual"... pero cada vez que intentaba mover los dedos de mis pies y no pasaba nada, una parte de mí se rompía un poco más. La impotencia era una bestia que me devoraba desde dentro, que me susurraba que todo era en vano. Que nada volvería a ser como antes.

Me sentía atrapado en un cuerpo que ya no respondía, una trampa de carne y hueso que me había arrebatado la libertad. Cada mirada compasiva, cada silencio en el pasillo, cada "ánimo" forzado, era un golpe invisible que sumaba a mi caía.

Miré por la ventana. Afuera, los jardines del centro de rehabilitación se extendían con arrogante normalidad. Un anciano caminaba con ayuda de un bastón. Un joven, con una prótesis nueva, se aferraba a su fisioterapeuta. Todos con algo en común: esperanza.

Yo no quería esperanza. Quiería resultados. Quiería levantarme. Quiería correr. Gritar. Respirar sin sentir este peso insoportable en el pecho. Quiería vivir como antes. Y cuanto más lo deseaba, más lejos parecía estar.

La puerta se abrió sin avisar.

—Fernando, ya es hora de que dejes de hacer el ridículo —dijo mi madre, Victoria, mientras avanzaba por la habitación como si fuera una pasarela. Impecable, vestida de diseñador, con su perfume caro impregnando el aire. Ni una sola arruga en su ropa. Ni una sola grieta en su máscara de dureza.

—Ridículo —repitió mi padre, Arturo, con su tono habitual de fastidio—. No sé qué es peor: verte así, o escuchar tus quejas.

—Podrías al menos intentar conservar algo de dignidad —añadió mi madre, soltando el bolso sobre la silla como si le estorbara el simple hecho de estar aquí—. Esta autocompasión es patética, Fernando. Te ves débil.

Inspiré hondo, tragándome la rabia.

—¿Dejar de lamentarme? —murmuré, forzando una sonrisa—. ¿Eso creen que hago?

—Eso es lo único que haces desde que ocurrió el accidente —disparó mi padre sin rodeos—. Lamentarte y esconderte. Ni siquiera fuiste capaz de asumir la responsabilidad de lo que pasó.

—¡No fue mi culpa! —mi voz tembló, más por dolor que por enojo—. Iba en verde. Él cruzó borracho.

—Y aún así el resultado es el mismo —espetó Arturo—. Un hijo inválido, inservible para dirigir la empresa, encerrado en esta habitación como un vegetal al que todos debemos compadecer.

Sentí el corazón golpearme el pecho, como si quisiera salir huyendo de mí.

—Arturo, por favor —dijo mi madre, aunque sin suavizar el tono—. No empeores las cosas. Ya es suficiente tener que soportar que la prensa empiece a hablar del “pobre heredero Casteli”. No queremos que empiecen a pensar que somos una familia rota.

“Una familia rota”. Como si la única grieta fuera yo.

—No tienes idea de lo que estoy pasando —susurré, apretando los puños con fuerza para que no vieran cuánto me dolían sus palabras—. No tienen idea de cómo se siente.

—¿Y tú crees que a nosotros nos importa cómo se siente? —La voz de mi padre fue un puñetazo seco—. Lo que importa es lo que haces con eso. Y hasta ahora, lo único que has hecho es hundirte.

—La empresa necesita a un Casteli fuerte. No a un lastre llorón con cara de víctima —agregó mi madre, antes de girarse hacia la puerta.

Mi padre ya se dirigía a la salida. Ni siquiera me miró.

—Recupérate. O al menos finge que estás intentando hacerlo —fue lo último que dijo antes de cerrar la puerta tras ellos.

Y de nuevo, el silencio.

Un silencio mucho más frío. Más denso.

Me quedé inmóvil. Solo. Fingiendo que nada me había afectado, aunque por dentro, todo se tambaleaba.

Desvié la mirada hacia el teléfono, con una esperanza absurda anidada en el pecho. Tal vez un mensaje. Tal vez una llamada. Una señal de vida del otro lado de mi desgracia.

Pero no había nada. Ninguna notificación. Ningún mensaje. Ninguna llamada.

Nada de Isabel.

Quise verla. Aunque supiera que ya no me quería. Quise escuchar su voz. Sentir sus brazos, sus manos en mi cuello, su perfume mezclado con mi piel. No porque creyera que el amor seguía vivo, sino porque anhelaba el consuelo de otro ser humano. Una caricia. Una palabra que me sostuviera por dentro. Algo, lo que fuera, que me hiciera sentir menos roto.

Ni siquiera era por ella. Era por mí. Por el niño asustado que vivía dentro de este cuerpo que ya no reconocía.

Deslicé el dedo por la pantalla, aunque ya sabía de memoria lo que iba a encontrar.

Fernando: ¿Vendrás hoy?

Isabel: Lo siento. Tal vez mañana.

Tal vez mañana.

Un "mañana" que se había vuelto un eco cruel. Un consuelo aplazado. Una mentira suave.

La tirantez en el pecho se intensificó. Arrojé el teléfono sobre la cama, pero el golpe no fue suficiente para callar el grito mudo que cargaba adentro.

Cerré los ojos. No quería hablar. No quería comer. No quería ver a nadie.

Pero más que todo... no quería seguir sintiéndome invisible.

Entonces, un golpe suave en la puerta me sobresaltó y abrí los ojos.

—Adelante —gruñí.

La puerta se abrió y entró una mujer.

No era una enfermera.

Era... distinta.

Caminaba con seguridad, sin prisa ni miedo, y cuando la vi, me costó apartar la mirada. Tenía el cabello castaño, suelto, con ondas suaves que caían sobre sus hombros. Su piel era clara, casi luminosa. Los ojos, grandes y expresivos, transmitían una mezcla imposible de dulzura y autoridad. Sus labios eran delicados, y su postura firme, como si estuviera acostumbrada a enfrentarse a tormentas sin perder el paso. La bata blanca no escondía su figura delgada, elegante, ni la forma en que su presencia llenaba el espacio.

Pero lo más impactante no era su belleza. Era cómo me miraba.

Como si ya supiera quién era yo. No el empresario. No el paciente. No el hombre en silla de ruedas.

Sino yo, con todas mis grietas a la vista. Y, aun así, sin rastro de pena.

—Buenos días, señor Casteli —dijo, dejando una carpeta sobre la mesa con gesto firme—. Soy Valeria Cruz, su nueva fisioterapeuta.

Su voz era clara, firme, sin titubeos. Y limpia de compasión barata.

—¿Otra terapeuta? —resoplé, cruzando los brazos—. ¿Cuántas más van a mandarme antes de aceptar que esto no sirve?

Ella no parpadeó. No frunció el ceño. Solo me sostuvo la mirada.

—No estoy aquí para hacerle creer que todo va a estar bien —dijo con calma—. Estoy aquí porque creo que usted aún puede decidir como vivir.

La forma en que lo dijo me desconcertó. No fue un "usted puede sanar", ni un "usted mejorará". Fue un "usted puede decidir". Como si no me hablara de mi cuerpo, sino de mi valor.

Me incomodó. Porque nadie me había hablado así. Nadie.

—No voy a perder mi tiempo en esto.

Pensé que se iría. Que se rendiría como todos.

Pero no lo hizo.

—Eso es exactamente lo que está haciendo —dijo, con voz suave pero firme.

Giré el rostro hacia ella, con un gesto de molestia que apenas podía sostener.

—¿Disculpa?

—Perdiendo su tiempo. Su fuerza. Su derecho a vivir con dignidad. Usted mismo se está robando la posibilidad de volver a pararse. De volver a elegir.

El pecho me dolió como si algo dentro se hubiera fisurado.

Ella abrió la carpeta, hojeó sin apuro.

—Hoy empezaremos con ejercicios básicos. Le dolerá. Se frustrará. Querrá rendirse. Pero si no lo intenta, ya está fracasando desde ahora.

—¿Y si no quiero?

Cerró la carpeta y alzó la vista. No con juicio. Con algo más honesto.

—Entonces se quedará ahí. Esperando que alguien más haga por usted lo que sólo usted puede hacer.

Sentí los dedos temblar. El pecho arder.

—¿Por qué te importa? —pregunté, más roto de lo que quería mostrar.

Ella bajó la mirada un instante. Luego volvió a mí. Había una sombra en sus ojos, una herida antigua, pero también algo firme, intacto. Esperanza, tal vez.

—Porque sé lo que es cuando alguien deja de luchar —dijo con voz baja—. Y porque puedo adivinar que usted tiene mucho por vivir, aunque hoy no sea capaz de verlo por si mismo.

Me quedé en silencio, sin saber cómo responder a eso. Ni siquiera lo creía yo, y sin embargo... algo en su voz hizo que quisiera que fuera cierto.

Ella tomó la carpeta, la sostuvo contra su pecho y dio un paso hacia la puerta. Pero antes de irse, se detuvo.

—Si hoy no colabora con la sesión, volveré mañana. Y pasado. Y al día siguiente. Así cada día... hasta que se levante de esa silla, señor Casteli.

Y se fue. Sin dramatismos. Sin darme tiempo a reaccionar.

La puerta se cerró con suavidad, pero dejó un eco en el aire. Un eco que no me abandonó.

Me quedé mirando el espacio donde había estado. Con el corazón en un puño. Con el alma temblando.

Por primera vez en semanas, sentí que alguien me hablaba al alma, no a la silla.

No como al heredero caído, ni como al paciente sin esperanza.

Valeria me vio como a un hombre. Uno que aún podía ser mucho más que su ruina.

Y esa mirada... esa convicción que no me pertenecía pero que se dirigía a mí... me hacía temblar por completo.

Quizá no podía levantarme todavía. Pero por primera vez, deseé intentarlo.

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