Cuando lo vi llegar esa tarde, supe que algo importante había ocurrido. Fernando cerró la puerta con más firmeza de la habitual, colgó su chaqueta en el perchero como si colgara el peso de mil generaciones. Caminaba con el bastón, sí, pero más erguido que nunca. Había en su mirada un brillo distinto: determinación, cansancio… y algo que solo podría describir como una furia contenida.
Me acerqué despacio, dejando el libro sobre la mesa. Era uno de esos libros de jardinería que había estado leyendo últimamente, tratando de llenar las horas mientras esperaba noticias de los abogados. Las páginas estaban llenas de marcadores improvisados: trozos de papel donde había anotado plantas que quería cultivar en nuestro pequeño balcón. Proyectos simples, cotidianos, que me ayudaban a mantener la esperanza cuando todo parecía incierto.
—¿Todo bien? —pregunté, tocando su brazo con suavidad.
Su piel estaba fría, tensa. Sentí cómo sus músculos se relajaron apenas bajo mi toque, como si mi presencia l