ValeriaLa clínica tenía ese murmullo calmo de los fines de semana: menos pasos, menos voces, menos urgencias. Caminé por el pasillo con el corazón latiendo fuerte, sosteniendo mi bolso como si fuera un escudo. Había elegido un vestido sencillo, de tela suave y caída ligera, en un tono marfil que me hacía sentir bonita sin esfuerzo. El cabello suelto, un poco de rubor, brillo en los labios. Quería que Fernando me viera como soy. Sin uniformes. Sin barreras.Toqué la puerta de su habitación, y cuando la abrí, no estaba preparada para lo que vi.Fernando giró hacia mí desde la ventana, y por un instante, creí estar frente a otro hombre. Llevaba una camisa azul marino entallada, con el primer botón abierto y unas mangas arremangadas con precisión. Un reloj elegante en su muñeca izquierda. Pantalones oscuros, sin una sola arruga, y zapatos que no eran clínicos ni cómodos, sino refinados. La ropa no solo le quedaba bien. Le devolvía una presencia que, por momentos, creí olvidada.Y todo gr
FernandoHabía algo inquietante en el modo en que esa mañana los pasillos de la clínica se sentían más fríos. Como si el aire, de pronto, se hubiera vuelto más denso, más pesado. Como si alguien, en alguna parte del edificio, ya supiera lo que estaba a punto de ocurrir.Yo no.Estaba en la sala de fisioterapia, repitiendo una rutina que había comenzado a sentir como propia: estiramientos de espalda, control postural, movimientos de piernas. Aunque ya no trabajaba oficialmente en la clínica, Valeria se mantenía a mi lado como acompañante, supervisando de cerca lo que la terapeuta realizaba conmigo, asegurándose de que la rutina no fuera demasiado exigente. Cada gesto suyo era una mezcla de paciencia, firmeza y esa ternura disimulada que a veces me hacía sentir en paz.Hasta que llegó la enfermera jefa de mi piso. Con ese gesto compasivo en el rostro, y una carpeta entre los brazos que parecía pesarle el doble. Me bastó una mirada para saber que no eran buenas noticias.—Fernando —dijo
ValeriaSabía que no iba a ser fácil para él. Desde que salimos de la clínica, Fernando mantuvo esa expresión estoica que tan bien dominaba, pero yo lo conocía. Sabía distinguir entre el silencio que protege y el silencio que duele. Y ese día, el suyo dolía.Cuando llegamos al departamento, abrí la puerta con una sonrisa que intentó disimular mis propios nervios. Sentí el corazón en la garganta. Porque sabía que este lugar, pequeño y humilde, no se parecía en nada a lo que Fernando había conocido toda su vida. Él venía de un mundo de espacios amplios, superficies pulidas, muebles caros que nunca se movían de sitio. Y yo... yo vivía en menos de cuanrenta metros cuadrados, con paredes finas, estanterías sobrecargadas y una cocina que apenas alcanzaba para dos.—Bienvenido a casa —le dije en voz baja, dejando que la puerta quedara abierta para que él pudiera entrar a su ritmo.Fernando analizó el espacio como si midiera cada centímetro. La silla de ruedas entró justa, rozando el borde de
FernandoHabía una diferencia abismal entre compartir una cama por impulso, y compartirla por elección. Antes, aquella vez en la clínica, todo había ocurrido como un relámpago: confusión, deseo, un beso que se desbordó, y la necesidad urgente de sentirnos vivos. Pero ahora no había apuro. No había urgencia. Estaba ella, frente a mí, y un silencio tan cómodo como aterrador entre los dos.Valeria me esperaba en la habitación, con la cama ya dispuesta y la luz ténue encendida. Se había puesto una camiseta amplia, de esas que caen sobre un hombro y dejan entrever la piel sin proponérselo. Yo la miraba desde el marco de la puerta, intentando no pensar demasiado en todo lo que sentía.Estaba nervioso. Mucho más de lo que esperaba. No por ella, ni por el deseo creciente entre nosotros. Sino por lo que significaba acostarme con ella ahora: sin sombra, sin escapatoria, sin la excusa de un momento robado. Ahora podría verme. Ver mi cuerpo, por completo, con los rastros que había dejado la rehab
ValeriaLa luz de la mañana se colaba por las cortinas con una suavidad inesperada. Había algo en el aire que olía a nuevo, como si el día supiera que ya nada iba a ser igual. A mi lado, Fernando dormía profundamente, con una de sus manos aferrada a la mía como si, incluso dormido, necesitara saber que seguía allí.No quise moverme. Lo observé en silencio, dejando que mi pecho se llenara con esa imagen: su rostro relajado, el cabello desordenado, las marcas en su piel que, de alguna forma, también eran parte de mi historia ahora. Había amado a ese hombre con todo mi cuerpo la noche anterior, pero más que eso, había aprendido a mirarlo sin miedo. A mirarlo de verdad.Tenerlo allí, respirando tranquilo junto a mí, me daba una paz que no sabía que necesitaba. Como si, por primera vez en mucho tiempo, mi mundo tuviera sentido. Ya no era solo el deseo, ni la costumbre de cuidar. Era la certeza profunda de que su presencia era hogar. Que podía vivir días enteros solo para despertarme a su la
ValeriaLa rutina comenzó a asentarse como una manta tibia sobre nuestra vida. Las mañanas tenían aroma a café, a tostadas doradas y a las miradas cómplices que nos lanzábamos sin decir nada. Nos habíamos acostumbrado a tenernos cerca, como si el cuerpo del otro fuera parte natural del espacio. Yo aprendía a preparar los ejercicios con los objetos que teníamos a mano, y él comenzó a pedirme ayuda sin vergüenza. Señalaba la ropa que quería ponerse, me preguntaba cómo adaptar un movimiento, aceptaba con calma que aún necesitaba apoyo para ciertas cosas.Recuerdo especialmente una tarde, después de una sesión particularmente exigente. Estaba agotado, el sudor le perlaba la frente y sus brazos temblaban apenas al sostener su propio peso. Cuando quise ayudarlo a pasar al banquito de la ducha, me dijo con un hilo de voz:—Valeria... ven, por favor.Me acerqué de inmediato y él apoyó su frente contra mi pecho, respirando con dificultad.—Solo necesito que me sostengas... un segundo.Lo abracé
FernandoValeria me ayudó a volver a la silla en silencio, con una delicadeza que me hizo sentir menos roto, aunque igual de frágil. Mis brazos aún temblaban, la ropa empapada en sudor se me pegaba al cuerpo como una segunda piel incómoda. El roce de la tela contra mi piel me producía una sensación de asfixia, como si todo a mi alrededor conspirara para hacerme sentir más atrapado en este cuerpo que ya no reconocía como mío. Pero ella no dijo nada. No me presionó. No me hizo sentir más débil de lo que ya me sentía. Solo se agachó frente a mí, me tomó de los antebrazos y guió mi cuerpo hacia la estabilidad, como si eso fuera lo más natural del mundo.—Vamos a la cama —susurró Valeria con una voz tranquila, como si no estuviéramos saliendo de uno de los peores momentos de mi vida.Su voz era un ancla en medio de mi tormenta. Suave pero firme, como ella misma. Valeria siempre había sido así, un contraste perfecto de fortaleza y ternura que ahora, más que nunca, me resultaba incomprensibl
El mensaje de Fernando llegó como un relámpago en una tarde tranquila: "Me quedo. Hoy estaré aprendiendo. Desde mañana comienza mi horario formal." Sentí que mi pecho se expandía con un orgullo cálido, casi maternal. Sin pensarlo, abandoné mi té sobre la mesa, me enfundé en el primer abrigo que encontré y salí disparada hacia la cafetería.Y ahí estaba él. Detrás del mostrador, con un delantal negro que le daba un aire de renovada dignidad. Sus manos, antes temblorosas, ahora se movían con precisión entre tazas y jarras. Observé cómo su cabello, peinado hacia atrás con esmero, enmarcaba un rostro que parecía más lleno, más vivo. Sus brazos habían recuperado firmeza y, lo que más me conmovió, era esa sonrisa tímida que parecía brotar desde adentro, como si su cuerpo recordara poco a poco lo que era sentirse completo.—¿Valeria? —sus ojos se abrieron con sorpresa cuando me vio acercarme—. ¿Qué haces aquí?—Vine a verte en tu primer día —confesé sin disimular mi orgullo—. Y a pedirte un