No recuerdo el momento exacto en que comencé a necesitar tanto a Valeria. No como fisioterapeuta, ni como mujer, sino como algo más esencial. Como se necesita el aire cuando no se puede respirar. Como se necesita una razón para abrir los ojos cada mañana cuando todo lo que sentís es un vacío asfixiante.
Llevaba semanas en un estado que ni siquiera podía nombrar. Algo entre el agotamiento emocional y una tristeza densa que se colaba por todos los poros. Cada vez que me despertaba, lo hacía con el pecho apretado y el pensamiento de que quizás Valeria merecía a alguien mejor. Ese pensamiento se me metió en la cabeza como una gotera insistente. Y lo peor era que yo comenzaba a creerlo.
Habíamos vivido una semana de silencios. Y no del tipo cómodo que compartíamos al inicio, cuando la compañía del otro bastaba. Esta vez eran silencios duros, afilados. Silencios que cortaban. Yo miraba la televisión sin ver realmente lo que pasaba en la pantalla, y ella fingía estar absorta en su teléfono,