Fernando
Los celos se instalaron en mi pecho como un intruso silencioso. Al principio, apenas un cosquilleo intermitente que aparecía cada vez que Tomás entraba en escena, con su andar ágil y despreocupado, siempre gravitando alrededor de Valeria como una polilla atraída por la luz. Intenté ignorarlo, convencerme de que era una estupidez. Los ojos de Valeria nunca se iluminaban cuando él se acercaba. Su sonrisa profesional nunca adquiría ese tinte cálido y cómplice que reservaba para mí. Pero el veneno ya se había infiltrado, y contra mi voluntad, sentía cómo se extendía lentamente por mis venas.
Mis visitas a la clínica se convirtieron en un ritual de contradicciones. Por un lado, anhelaba esos momentos donde Valeria y yo trabajábamos juntos, sus manos guiando mis movimientos con la precisión de quien conoce cada músculo, cada tendón de mi cuerpo. Me entregaba a sus indicaciones con la confianza de un creyente, y cada pequeño avance se sentía como una victoria compartida. Pero siempr