Valeria
La rutina comenzó a asentarse como una manta tibia sobre nuestra vida. Las mañanas tenían aroma a café, a tostadas doradas y a las miradas cómplices que nos lanzábamos sin decir nada. Nos habíamos acostumbrado a tenernos cerca, como si el cuerpo del otro fuera parte natural del espacio. Yo aprendía a preparar los ejercicios con los objetos que teníamos a mano, y él comenzó a pedirme ayuda sin vergüenza. Señalaba la ropa que quería ponerse, me preguntaba cómo adaptar un movimiento, aceptaba con calma que aún necesitaba apoyo para ciertas cosas.
Recuerdo especialmente una tarde, después de una sesión particularmente exigente. Estaba agotado, el sudor le perlaba la frente y sus brazos temblaban apenas al sostener su propio peso. Cuando quise ayudarlo a pasar al banquito de la ducha, me dijo con un hilo de voz:
—Valeria... ven, por favor.
Me acerqué de inmediato y él apoyó su frente contra mi pecho, respirando con dificultad.
—Solo necesito que me sostengas... un segundo.
Lo abracé