Fernando
Valeria me ayudó a volver a la silla en silencio, con una delicadeza que me hizo sentir menos roto, aunque igual de frágil. Mis brazos aún temblaban, la ropa empapada en sudor se me pegaba al cuerpo como una segunda piel incómoda. El roce de la tela contra mi piel me producía una sensación de asfixia, como si todo a mi alrededor conspirara para hacerme sentir más atrapado en este cuerpo que ya no reconocía como mío. Pero ella no dijo nada. No me presionó. No me hizo sentir más débil de lo que ya me sentía. Solo se agachó frente a mí, me tomó de los antebrazos y guió mi cuerpo hacia la estabilidad, como si eso fuera lo más natural del mundo.
—Vamos a la cama —susurró Valeria con una voz tranquila, como si no estuviéramos saliendo de uno de los peores momentos de mi vida.
Su voz era un ancla en medio de mi tormenta. Suave pero firme, como ella misma. Valeria siempre había sido así, un contraste perfecto de fortaleza y ternura que ahora, más que nunca, me resultaba incomprensibl