Caminar con esos malditos tacones era una tortura. El sendero empedrado crujía bajo mis pasos inciertos mientras el viento de la noche me calaba hasta los huesos. El vestido de gasa no me protegía de nada. Sentía el frío como cuchillas, pero ni eso me detenía. El que me había comprado, Fyodor, me llevaba tomada del brazo, firme, sin brusquedad, pero con una urgencia que no dejaba espacio a dudas.
—Debemos darnos prisa —dijo en voz baja, sin mirarme—. No es seguro quedarnos aquí más tiempo.
¿Quién demonios era él? ¿Qué quería de mí? ¿Por qué me había comprado para luego sacarme a toda velocidad de ese infierno? Mis preguntas se atropellaban en mi cabeza, pero no podía formular ni una. No aún.
Mis pies tropezaban con las piedras, con las grietas del camino, con mi propia falta de equilibrio. Me sentía una muñeca rota, empujada por una voluntad ajena. Pero había algo en su presencia que me mantenía de pie. Tal vez era esa certeza de que nadie más había hecho tanto por mí desde que todo