Gabriele dio un paso más. Esta vez no dudó. Su mirada ardía con esa intensidad que conocía demasiado bien, esa que me leía sin que yo abriera la boca. No era el hombre de hielo que a veces fingía ser. No conmigo. No ahora.
—Te amo —dijo, con la voz ronca—. Te amo de una manera que me desborda, que me asfixia, que me quema por dentro. Te he fallado, Ludovica, y seguiré pidiéndote perdón hasta que ya no tenga voz. Por dejarte al margen, por imaginar estupideces, por no confiar… pero no sé cómo apagar los celos que siento. A veces siento celos del aire que respiras, de cada mirada que se posa en ti, incluso de tus recuerdos. Pensar que puedo perderte… eso me mata. Me arranca pedazos del alma.
Se detuvo justo frente a mí. Pude sentir su respiración entrecortada, rozando mi rostro, el calor de su piel contrastando con la mía, que todavía estaba fría del vacío que él mismo había dejado.
—Te extrañé —susurré, y mi voz sonó quebrada, desnuda—. Más de lo que puedo explicar. No solo tu presenci