El aire en la sala se había vuelto espeso desde que Marco D’Amico apareció. Podía sentir cómo la piel de mi nuca se erizaba al verlo tomar asiento justo frente a mí, como si el destino tuviera un retorcido sentido del humor. Hasta ese momento había logrado mantener cierta calma, moviéndome entre el asombro de los presentes y la calidez con la que Gabriele me tomaba del brazo. Su seguridad me envolvía, me hacía sentir que pertenecía, aunque por dentro la duda me carcomía.
Pero Marco…
No sabía en qué momento exacto se había sentado ahí, como si el aire lo hubiese materializado. Su sonrisa era tan ladina como la recordaba, y sus ojos me recorrieron sin vergüenza alguna, como si su presencia fuera un recordatorio de algo que Gabriele y yo queríamos dejar bien enterrado.
Gabriele se tensó, apenas lo vio, y yo instintivamente deslicé mi mano por debajo de la mesa, buscando la suya. La encontré rígida, como una piedra, pero cuando entrelacé mis dedos con los suyos, lo sentí exhalar despacio.