Cuando Teresa salió con Dante rumbo a donde comenzaría a trabajar —una oficina provisional mientras terminaban de acondicionar la que ocuparía en la casa—, quedé sola con Gabriele en la sala. Apenas se cerró la puerta tras ellos, me zafé bruscamente de su agarre, alejándome un par de pasos como si me hubiese quemado con su contacto.
—¿Qué haces? —le espeté con rabia contenida—. ¿Qué fue todo eso? ¿Un acto para impresionar a tu primo? ¿Un juego más?
Gabriele no respondió. Me observó en silencio, con esa expresión suya tan impenetrable, que por momentos me daba rabia y por otros… una inquietante calma. Pero esta vez no me calmaba en absoluto. El nudo que llevaba en el pecho desde que regresé a esta casa se hizo más apretado.
—¿Sabes cuántos días pasaron? —continué—. ¿Cuántos días encerrada en esa habitación sin una sola palabra tuya? ¿Te diste el lujo de olvidarte que fui a dar al hospital por tu culpa, por encerarme en esa habitación, en TU casa? ¿Te das cuenta de que estuve sola, tem