El mundo era un borrón entre sombras y ramas que me arañaban la piel como si intentaran retenerme. Fyodor me sostenía con fuerza, arrastrándome por el sendero estrecho, casi invisible, entre la vegetación húmeda. Sentía las piedras clavarse en mis pies descalzos, los tobillos al borde de torcerse, el corazón latiendo a un ritmo tan feroz que me nublaba la vista. Pero no podía detenerme. No ahora. No cuando aún no sabía si Gabriele estaba vivo.
—¿Dónde está Gabriele? —pregunté otra vez, jadeando—. Fyodor, por favor... dime algo.
Él no respondió. Sus labios estaban sellados por una determinación que me era ajena. Su silencio era más cruel que cualquier disparo. Intenté detenerme, forzarlo a mirarme, pero su brazo me sujetó por la cintura con más firmeza.
—No aquí —murmuró al fin—. No ahora.
Su voz era ronca, áspera, como si también hubiera gritado demasiado, como si la garganta le sangrara de rabia o tristeza. Algo dentro de mí se contrajo. No era solo el miedo. Era una premonición.
Seg