La casa olía a pan tostado, a crema de almendras y al suave perfume floral que Teresa insistía en rociar cada mañana en las cortinas del pasillo. Me gustaba despertar con esos aromas. Me hacían sentir segura, anclada, como si el mundo allá afuera no pudiera alcanzarme. Como si todo lo vivido semanas atrás —la oscuridad, el encierro, el miedo— hubiese quedado definitivamente atrás.
Habíamos vuelto. No a una normalidad cualquiera, pero sí a una rutina nueva, más tranquila, más dulce. La casa había mutado en un refugio. Y yo, con mi pequeño corazón latiendo dentro, me había convertido en guardiana de algo más que mi cuerpo: de una esperanza. Una que Gabriele y yo apenas podíamos nombrar sin emocionarnos.
Él estaba diferente. Amoroso, sí, más que nunca. Pero también distante a ratos. Como si su mente habitara dos mundos a la vez: el nuestro, cálido, íntimo; y otro lleno de sombras, decisiones silenciosas, planes de los que yo no formaba parte.
No le insistía. No todavía.
Prefería creer qu