Apenas el auto se detuvo frente a la casa, ni siquiera esperé a que alguien viniera a abrirme la puerta. Con un impulso inesperado, empujé el seguro, abrí y salí corriendo escaleras arriba, sin mirar atrás. Escuché la voz de uno de los empleados, saludándome con amabilidad, pero no respondí. Mi corazón latía tan rápido como mis pasos, como si quisiera escaparse de mi pecho. Subí directo a mi habitación y cerré la puerta con el pestillo, dejando que el silencio del lugar me envolviera.
Me senté en el borde de la cama y solté un suspiro largo. ¿Qué había sido todo eso? ¿Quién era yo en esa tienda? ¿Y qué había pasado en el auto?
No tuve tiempo para seguir haciéndome preguntas, porque a los pocos minutos escuché el bullicio de bolsas y voces en el pasillo. Toques suaves en la puerta me alertaron. Reconocí enseguida la voz de Teresa, una de las mujeres que siempre ayudaba en casa, cálida, risueña, un poco maternal.
—¿Puedo pasar, querida? —preguntó con esa dulzura que me desarma.
—Sí, cla