El motor del auto se apagó, pero el estruendo del caos seguía retumbando en mi interior. El silbido de las balas, el estallido de los cristales, el peso muerto de Gabriele entre mis brazos, su rostro apenas animado por un hilo de vida… Todo seguía dando vueltas dentro de mí, como si el cuerpo hubiera salido del peligro, pero la mente siguiera en el campo de batalla.
Vi cómo los hombres llevaban a Gabriele en la camilla hacia una entrada lateral de la gran casa. No sabía que existía. Era una puerta diferente, blindada, sin ventanas, y rodeada por una hilera de setos que ocultaban todo a la vista. Fyodor bajó primero, habló en voz baja con uno de los hombres, y luego me ayudó a salir.
—¿Qué es esto? —pregunté, caminando como en trance, aun sin soltar del todo la manta con la que había cubierto a Gabriele.
Fyodor me miró por un instante, y por primera vez desde que lo conocía, sus ojos se suavizaron.
—Es una clínica privada. Un ala médica preparada para emergencias como esta. Gabriele la