El cansancio los obligó a detenerse. Habían caminado durante horas, entre raíces retorcidas y barro que se pegaba como plomo a sus botas, hasta que la selva los forzó a aceptar sus límites.
Eligieron un claro estrecho, apenas un espacio donde la vegetación se abría lo suficiente para tenderse en el suelo. No tenían más que sus mochilas, un par de mantas delgadas y la voluntad de resistir. El bosque los rodeaba como un muro viviente, oscuro y expectante.
El calor era insoportable. El aire no corría y el sudor les empapaba la piel. El aliento se volvía pesado, como si respirar fuera inhalar agua en vez de aire. Milah se dejó caer contra el tronco de un árbol y cerró los ojos, intentando ignorar las gotas que le resbalaban por la frente.
—Nunca había sentido una humedad tan sofocante —susurró, agitada.
Lucian se mantenía alerta, los ojos brillando en la penumbra como carbones.
—Este lugar no es natural. La selva… nos está probando.
Vida estiró el mapa sobre las rodillas, aunque apenas p