—¡Mami, no! —el grito desgarró el aire como un cuchillo invisible.
Una niña, vestida con harapos rasgados y cubiertos de polvo, lloraba en medio de la calle. Sus rodillas raspadas se hundían en el asfalto ardiente mientras sacudía con desesperación el cuerpo inmóvil de una mujer. La madre yacía tendida, con los labios amoratados, la mirada perdida y la piel aún húmeda de sudor. La sobredosis le había arrancado la vida sin compasión.
Vida se paralizó. Sus ojos se abrieron desmesurados al contemplar aquella escena. No la recordaba. Su mente había bloqueado ese instante, como un muro protector que evitaba que se hiciera añicos. Pero el espejo no mentía: estaba ahí para desgarrar sus velos, para escarbar en las heridas que jamás cicatrizaron.
El llanto de la niña era tan agudo que rompía el aire. Cada sollozo atravesaba a Vida como cuchillas clavándose en su pecho.
—¡Mamá! —la voz infantil resonó como un eco en su interior, idéntica a la suya.
Vida cayó de rodillas. Entendió que esa niña