Por la mañana, la bruja lamentó no poder acompañarlas. Les explicó, con voz quebrada pero serena, que la magia del bosque estaba inestable: los portales no podían abrirse más allá de sus límites sin correr el riesgo de romper el flujo natural y poner en peligro a quienes cruzaran. Aun así, les transmitió una calma envolvente —una especie de manto tibio que las recogió— y les prometió que pronto volverían a verse; que, antes del parto, los pasos mágicos estarían listos. Vida no lo dijo en voz alta, pero sintió en el pecho una certeza: ese momento no era una promesa lejana, sino algo que se acercaba, como el rumor de las aguas antes de una lluvia.
—Bueno —dijo Milah, sacando del bolso un papel arrugado que guardaba como si fuera un talismán—, llamemos al señor del bote.
Cuando lo contactaron, el anciano les contestó que iba río abajo en un viaje, pero que si lo esperaban regresaría por ellas. No tenían otra opción y aceptaron con gusto; la paciencia, pensaron, era también una forma de s