Cuando la mañana abrazó al día, los lobos ya habían dejado atrás sus pieles salvajes y se encontraban convertidos en humanos. La mayoría se alistaba para marcharse, pues a eso de las ocho, todos debían cumplir con sus obligaciones y trabajos.
—Si lo deseas, puedes ir a descansar. Vas a trabajar por la tarde —dijo el alfa con serenidad.
La humana no quería parecer que se aprovechaba de aquel vínculo ambiguo —amante, lo que fuera que significara—, pero la verdad es que se sentía agotada, desvelada, con el cuerpo pidiéndole descanso.
—Está bien —aceptó con una sonrisa cansada—. Me vendrá bien dormir un par de horas seguidas.
Las despedidas fueron muy distintas a como habían sido cuando ella llegó. No había recelo ni hostilidad, sino un reconocimiento silencioso. Resultaba lastimoso que, en aquel mundo, el respeto se ganara a fuerza de violencia o de sangre. Da igual si se trataba de la mafia o de una vida cotidiana en apariencia común: la crueldad parecía ser siempre la moneda de cambio.