El pasillo parecía no tener fin. Las paredes, negras y palpitantes, respiraban como si estuvieran vivas. A cada paso, un murmullo se levantaba, primero suave, luego ensordecedor:
—Vida… Vida…
Su nombre se repetía en cientos de voces, transformándose en un coro que arañaba su mente. El aire olía a ceniza y hierro, como si fuego y sangre hubieran marcado aquellas paredes desde siempre.
De pronto, al final del corredor, surgió una silueta femenina: cabello largo, oscuro, vestido blanco. No necesitó pensarlo, supo que era su madre.
—No te detengas —le advirtió con voz quebrada—. Ellos saben quién eres… saben lo que llevas dentro.
Vida quiso correr hacia ella, abrazarla, implorarle que no se desvaneciera. Estiró la mano, pero la figura se deshizo en humo. En su lugar apareció un hombre alto, con ojos rojos como brasas encendidas. Su cercanía era sofocante.
—Hija mía… —susurró él, grave y aterciopelado—. Por fin te encontré.
El suelo vibró bajo sus pies. La cadena en su cuello resplandeció