La lluvia había cesado hacía apenas una hora, pero las calles de Lianbei seguían respirando humedad. Los faroles proyectaban destellos amarillentos sobre el pavimento mojado, y cada charco era un espejo en el que la ciudad se miraba, multiplicando su oscuridad. Vida conducía con la mirada fija en la carretera, los dedos tensos sobre el volante. A su lado, Milah observaba el reflejo de los edificios en las ventanillas, como si esperara que en cualquiera de esas sombras apareciera el rostro del desconocido que había perturbado la paz de su amiga.
El auto se deslizaba sin prisa, aunque el silencio en el interior pesaba como una amenaza. La mente de Vida no dejaba de reproducir aquellas palabras que habían quedado clavadas en su pecho. “Soy un viejo amigo de tu padre.” La voz de aquel hombre era un eco imposible de ignorar.
—No me gusta esto —murmuró Milah, rompiendo el mutismo—. Cuando alguien sabe demasiado, puede ser muy peligroso.
Vida frunció el ceño sin apartar la vista del camino.