—Kaelion, he hecho cuanto he podido por todas las manadas… pero hay cosas que no están a mi alcance —dijo Nixara con la voz cargada de cansancio.
Kaelion se sirvió un trago en el bar de la sala del departamento de su amiga. Ella acababa de regresar de una reunión en Costa Rica y, aunque trataba de mantenerse erguida, el agotamiento se le notaba en cada gesto. Llevaba una agenda desbordada de compromisos, pues a sus responsabilidades de siempre se habían sumado ahora las del alfa real.
Él no tenía a nadie más. No padres, no hermanos de linaje. Solo a ella. Y Nixara lo sabía. Lo amaba como jamás había amado a otro, pero cargar con su dolor era un peso que la estaba rompiendo poco a poco. A veces lloraba a escondidas en el baño, mordiendo los labios para no hacer ruido. Nunca frente a él. No podía mostrarse débil, porque sabía que, si Kaelion la veía derrotada, abandonaría su propio duelo para sostenerla. Y eso sería su ruina: él no sanaría jamás si se refugiaba en protegerla. Por eso el