El amanecer llegó, pero no con alivio. El pueblo estaba en silencio, como si todos contaran los segundos antes de abrir las puertas. Cuando por fin lo hicieron, el rumor corrió como un rayo: alguien no había despertado.
Ariadna escuchó el grito desde la posada y salió corriendo hacia la plaza, con Elian a su lado. Frente a la casa de don Julián, el panadero, la multitud se apretaba. Clara la sujetó del brazo, con el rostro desencajado.
—Es su hijo menor… —susurró, temblando—. No está.
Ariadna se abrió paso entre los vecinos. Dentro de la casa, sobre la cama del muchacho, solo había una sábana arrugada y una marca oscura en la pared: un círculo con el mismo ojo que habían visto en el campanario.
Elian lo tocó con la punta de los dedos. La ceniza se deshizo en su mano.
—El contador ya empezó —dijo con voz grave.
El llanto de la madre del chico llenó la habitación. Varios se arrodillaron, rezando; otros culparon de inmediato.
—¡Fue ella! —gritó un hombre, señalando a Ariadna—. Desde que