La noticia se esparció antes de que amaneciera por completo. Alguien había visto la figura sobre el campanario, alguien más juraba que había escuchado los pasos de un gigante invisible recorriendo la plaza. En pocas horas, todo el pueblo murmuraba la misma palabra: contador.
Ariadna escuchaba desde su ventana los comentarios cargados de miedo. Algunos decían que quedaban siete días antes del fin. Otros que eran siete vidas, siete nombres, siete sacrificios. Nadie lo sabía con certeza, pero todos coincidían en una cosa: el pueblo ya no respiraba, contaba.
Elian permanecía de pie junto a la puerta, con los brazos cruzados y los ojos grises fijos en el horizonte.
—No deberían saberlo —dijo al fin.
—¿El qué? —preguntó Ariadna, sin apartar la vista del libro cerrado sobre la mesa.
—Que quedan siete. Las sombras nunca mienten, pero disfrazan la verdad. Mientras más bocas repiten el número, más rápido llega lo que lo sigue.
Ariadna frunció el ceño.
—¿Entonces el pueblo es parte del eco?
—Exa