La posada estaba en silencio. Afuera, el pueblo entero se había encerrado temprano, como si bajar las cortinas pudiera detener al contador. Ariadna permanecía sentada junto a la mesa, con las manos apretadas contra el libro cerrado. Temía abrirlo, temía lo que pudiera decir, pero más temía el silencio: esa espera interminable de algo que sabía que vendría.
Elian entró en la habitación sin hacer ruido. Llevaba la camisa arrugada, el cabello revuelto y la cadena descansando en su hombro como un recordatorio constante. Pero lo que más llamó la atención de Ariadna fue su rostro: cansado, demasiado humano.
—No has dormido —dijo ella, en un susurro.
—Tampoco tú —respondió él, sentándose frente a ella.
El silencio se estiró entre ambos. Ariadna se atrevió a mirarlo de cerca. Había siempre algo impenetrable en Elian, una fortaleza que parecía imposible de quebrar. Pero esa noche lo vio distinto: con ojeras profundas, con un brillo en los ojos que no era solo cansancio, sino dolor.
—Elian… —di