Las campanas sonaron tres veces al caer la oscuridad. Nadie salió de sus casas. Las puertas estaban cerradas, las ventanas cubiertas, las lámparas encendidas como si un poco de luz pudiera engañar a lo que venía. El pueblo entero contenía la respiración, esperando que las sombras pasaran de largo.
Ariadna y Elian estaban juntos en la habitación. El libro permanecía abierto en la mesa, como un juez que esperaba dictar sentencia. El amuleto brillaba débilmente contra el pecho de Ariadna, pulsando con un ritmo que no era el suyo.
—Ya es hora —susurró Elian, tensando la cadena de plata en sus manos.
Ariadna lo miró. El corazón le latía tan fuerte que pensó que las sombras podrían escucharlo.
—¿Y si esta vez te quitan a ti? —preguntó, la voz quebrada.
Elian no sonrió, pero su mirada se suavizó.
—Entonces llámame. Donde sea que esté, volveré.
No hubo tiempo para más. La lámpara parpadeó y se apagó. El aire se volvió helado. Desde las paredes, el suelo y hasta el techo, la oscuridad comenzó