El día amaneció frío y silencioso. Nadie en el pueblo sonreía; los niños no corrían por la plaza y los adultos evitaban mirarse a los ojos. Todos sabían lo que venía: la tercera noche. Y aunque nadie lo decía en voz alta, todos temían que sería la más cruel.
Ariadna pasó la mañana en su habitación, sentada junto a la ventana. El libro descansaba sobre la mesa, cerrado, como si esperara el momento exacto para abrirse de nuevo. El amuleto colgaba sobre su pecho, apagado, sin brillo, como un corazón cansado.
Elian apareció al mediodía. No golpeó la puerta, solo entró con esa presencia suya que llenaba el aire. Se acercó a ella y permaneció en silencio, mirando el horizonte.
—¿Qué crees que sea? —preguntó Ariadna, apenas en un susurro—. ¿Qué significa “lo que más amo”?
Elian bajó la mirada, como si la respuesta le pesara demasiado.
—Las sombras siempre toman lo más valioso. Si no es tu vida… será tu corazón.
Ariadna sintió un escalofrío.
—¿Y si eres tú? —preguntó, sin poder contenerse.
El