El eco de las campanas aún vibraba en la mente de Ariadna cuando llegó a casa. Nadie hablaba de lo ocurrido en la plaza, pero todos lo sabían: el pueblo había sido testigo de un pacto no pronunciado, de un plazo marcado por voces que no eran humanas. Tres noches. Ni una más.
Ariadna cerró la puerta de su habitación y dejó caer el libro sobre la mesa. El objeto parecía respirar, como si cada latido de sus páginas estuviera sincronizado con el suyo. Intentó no mirarlo, pero sus ojos siempre regresaban a él.
Elian apareció poco después, entrando sin anunciarse. Llevaba el cabello revuelto, la camisa manchada de polvo y el anillo brillando débilmente. Se quedó de pie, apoyado contra la pared, en silencio.
—¿Tres noches? —preguntó Ariadna, rompiendo la tensión—. ¿Y después?
Elian no respondió de inmediato. Caminó hacia la mesa, posó la mano sobre el libro y lo cerró con un golpe seco.
—Después, vendrán por ti —dijo con voz grave—. A menos que encontremos otra forma.
—¿Y existe? —Ariadna bu