El rumor llegó como llegan siempre las desgracias: primero en susurros, luego en voces firmes, después en gritos. Al atardecer, las campanas repicaron tres veces —no por misa ni por fiesta—, sino por reunión de emergencia. Ariadna lo supo antes de escuchar la tercera campanada: era por él. Era por ella.
La plaza se llenó con rapidez. Los faroles encendidos parecían más débiles que otras veces, y el aire cargaba un olor a humo que nadie se atrevía a nombrar. En el templete de madera, los ancianos aguardaban con un gesto grave; don Efraín sostenía el bastón con ambas manos, la señora Milagros tenía los labios apretados en una línea fina, y Tomás caminaba de un lado a otro, incapaz de ocultar su impaciencia.
—Hijos del pueblo —comenzó don Efraín, cuando el murmullo cedió—. Hubo sombras en la noche y señales en el día. La deuda que creímos dormida, despierta. Y con ella, quienes la arrastran.
Varios rostros se giraron hacia Ariadna. Ella apretó el amuleto contra su pecho. No brillaba. No