El amanecer fue gris, cargado de nubes bajas que parecían aplastar al pueblo con su peso. Ariadna no había dormido. El recuerdo de la sombra en el río, la cadena de Elian brillando como fuego, y aquella frase que aún retumbaba en sus oídos —“resistiremos juntos”— la mantenían despierta y temblorosa.
Ya no podía ignorarlo. Elian le había dado algunas respuestas, pero también más preguntas. Si de verdad había un pacto que ligaba a su familia con las sombras, tenía que confirmarlo en otro lugar, con alguien que no buscara manipularla. Y solo había un sitio donde podía intentarlo: los ancianos del consejo. Cruzó la plaza con pasos firmes, aunque por dentro todo era un torbellino de miedo. La casa comunal, donde se reunían los ancianos, se alzaba sobria y silenciosa. Golpeó la puerta tres veces. El eco fue tan pesado que por un momento pensó que no le abrirían. Finalmente, don Efraín apareció, apoyado en su bastón de roble. Sus ojos, nublados por la edad, parecieron atravesarla. —Sabía que vendrías —dijo con un suspiro. Ariadna tragó saliva. —Necesito respuestas. El anciano no replicó. Solo abrió la puerta y la dejó entrar. El interior olía a madera vieja y cera derretida. Sobre la mesa central ardían varias velas, iluminando los rostros de la señora Milagros y de Tomás, el más joven del consejo. Los tres la observaron en silencio hasta que Milagros habló. —¿Qué buscas, niña? —La verdad —respondió Ariadna, sorprendida por la firmeza de su propia voz—. Quiero saber qué relación tiene mi familia con… con él. Con el forastero. Los ancianos intercambiaron miradas. Tomás parecía inquieto, como si no quisiera estar presente. Don Efraín apoyó con fuerza el bastón en el suelo. —Tu apellido carga un peso que tus padres nunca te contaron —comenzó—. Hace muchas generaciones, tu linaje juró proteger este pueblo. Pero cuando llegó la hora de cumplir, dieron la espalda al pacto. Y lo que debía salvarnos, nos condenó. El corazón de Ariadna golpeaba con violencia. —¿Qué pacto? ¿Con quién? La señora Milagros entrecerró los ojos, como si midiera cada palabra. —Con aquello que vive entre las sombras. Con la promesa de mantenerlas a raya a cambio de lealtad y sangre. Pero la traición abrió una grieta. Y por esa grieta entró el dolor que aún sentimos. Ariadna sintió que las piernas le fallaban. Buscó apoyo en el respaldo de una silla. —¿Y Elian? ¿Qué papel tiene en todo esto? El silencio que siguió fue aún más revelador que cualquier respuesta. Finalmente, don Efraín habló: —Él fue el guardián. El vigilante del pacto. No humano del todo, no sombra por completo. Su deber era asegurarse de que la promesa se cumpliera. Pero tu familia lo encadenó, lo condenó al fuego eterno. Las palabras le cortaron la respiración. Elian no había mentido. —¿Por qué yo? —susurró, con lágrimas en los ojos—. ¿Por qué me persigue esto? Milagros se inclinó hacia ella. Su voz fue más suave, casi maternal. —Porque tú eres la última en esa línea. El pacto se romperá o se sellará contigo.. El corazón de Ariadna dio un vuelco. La idea de ser la clave de todo la aterraba. Quiso preguntar más, pero Tomás, que había permanecido callado, la interrumpió con un tono duro: —Debes alejarte de él. Si lo dejas entrar en tu vida, todo lo que amamos caerá. Ariadna lo miró, sorprendida por la dureza en su voz. —¿Y si ya es demasiado tarde? —preguntó en un susurro. Los ancianos callaron. Nadie quiso responder. El silencio era la confirmación de sus peores temores. Se levantó, con el pecho oprimido, y caminó hacia la puerta. Antes de salir, Milagros habló de nuevo, con un tono que le heló la sangre: —Recuerda, niña: no todo lo que se viste de hombre pertenece a este mundo. Y no todo lo que promete salvarte lo hará. Ariadna salió a la calle, con las palabras de los ancianos repiqueteando en su mente. El viento soplaba fuerte, levantando polvo de la plaza. Y entonces lo vio. Elian estaba allí, de pie bajo un farol apagado, observándola con esa calma inquietante que parecía conocer cada uno de sus pensamientos. Por un instante, Ariadna deseó correr hacia él, buscar refugio en esa mirada. Pero la voz de Milagros resonó en su interior, como una advertencia que no debía olvidar. No todo lo que se viste de hombre pertenece a este mundo. Y, sin embargo, sus pasos comenzaron a acercarse a él, como si su destino ya estuviera sellado.