La mansión estaba más silenciosa que de costumbre.
No era por miedo.
Era por respeto.
Desde la llegada de Lara, todos parecían moverse más despacio, con más cuidado. Como si una presencia frágil, pequeña pero poderosa, hubiese roto las capas más duras del lugar.
La niña ocupaba una habitación al lado de la de Isabella. Con juguetes nuevos, libros, peluches y una ventana grande con vista a los jardines.
Pero no dormía con ellos.
Todas las noches, Lara salía de puntillas y se recostaba en el sofá frente al cuarto de Isabella. No pedía permiso. No hablaba. Solo se acostaba en silencio… esperando no estar sola.
—¿Debo obligarla a volver a su cama? —preguntó Isabella una noche, sin girarse.
Dante estaba de pie en el umbral, observándola escribir.
—No. Solo quiere estar cerca de ti.
—¿Por qué yo? No soy su madre.
—No. Pero eres la única que no le miente con sonrisas.
Isabella suspiró.
Se acercó al sofá y se arrodilló frente a la niña. Lara dormía abrazada a un oso. Pequeña. Pálida. Inocent