El viento de la madrugada entraba por las ventanas de la mansión.
Isabella, sentada en el sillón del balcón, no dormía desde hacía tres noches. No por miedo. Ni siquiera por rabia.
Era otra cosa. Algo que nunca había sentido.
Incertidumbre.
Nunca le había temblado la voz al mandar, ni la mano al disparar. Pero ahora… ahora se preguntaba si sería capaz de mirar a esa niña a los ojos y no romperse por dentro.
No porque fuera su enemiga.
Sino porque era inocente.
Y eso era lo que más dolía.
—¿Quieres verla otra vez? —preguntó Francesca, entrando con una taza de café.
Isabella negó con la cabeza.
—No… aún no.
—La niña preguntó por ti.
Isabella la miró sorprendida.
—¿Cómo lo sabe?
—No lo sabe —respondió Francesca, sentándose—. Pero vio tu rostro en las noticias. Te llamó “la mujer de la tormenta”.
Isabella sonrió. Apenas.
—¿Y Claudia?
—Desaparecida. Pero alguien movió piezas para que la tutela legal de Lara pasara a una fundación con vínculos franceses. Si no intervenimos… la sacarán del p