La lluvia golpeaba el techo de la mansión como un tambor de guerra.
Era una noche sin estrellas. De esas que huelen a advertencia.
Francesca caminaba de un lado a otro en el salón de vigilancia, mientras las pantallas parpadeaban con imágenes del perímetro.
Isabella no dormía.
Lara sí.
Abrazada a su nuevo oso, con una ligera sonrisa que no parecía pertenecer a este mundo.
Entonces sonó el teléfono satelital.
Solo una persona tenía esa línea.
Solo una voz podría estar al otro lado.
Isabella respondió sin dudar.
—Habla.
—Qué poco romanticismo… —dijo Claudia, su tono tan dulce como venenoso—. No un hola, no un “cuánto tiempo”. ¿Así saludas a la madre de tu nueva hija?
Isabella no respondió.
—Sé que la tienes —prosiguió Claudia—. Vi los documentos. Felicidades por tu pequeña adopción. Qué acto tan… humano. Me sorprende.
—No tienes derecho a hablar de humanidad —escupió Isabella.
—Tengo derecho a hablar de posesión. Porque tú, mi amor, estás criando algo que sigue siendo mío.
Un silencio h